"Epistolario 1916-1980", de Gerardo Diego y Juan Larrea

Gerardo Diego ? Juan Larrea, Epistolario, 1916-1980

Gerardo Diego ? Juan Larrea, Epistolario, 1916-1980

Diego, Gerardo/Larrea, Juan

ISBN

978-84-946717-1-5

Editorial

Publicaciones de la Residencia de Estudiantes

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Nació con la vocación de proporcionar a especialistas y lectores curiosos algunos de los epistolarios fundamentales de ese periodo que ya de un modo casi oficial se conoce como “la Edad de Plata de la cultura española” (esos años que, para simplificar, irían desde la Primera República hasta la Guerra Civil, de Galdós a Ridruejo…), pero lo cierto es que ha superado sus propias, ambiciosas, expectativas. El Proyecto Epístola, coordinado desde la Fundación Francisco Giner de los Ríos (es decir, la Institución Libre de Enseñanza), detectó simultáneamente dos cosas: la importancia crucial de algunas correspondencias privadas para entender determinados aspectos de la cultura de aquel tiempo, y el modo bastante insatisfactorio o directamente inexistente en que esos epistolarios estaban editados. De modo que se puso manos a la obra y, con ayuda de acreditados expertos en cada autor, ha ido entregando los epistolarios probablemente definitivos de autores tan principales como Luis Cernuda, Manuel Altolaguirre, Benjamín Jarnés o el músico Adolfo Salazar, está en marcha el de Juan Ramón Jimenez y en 2017 se ha publicado el hito que supone Monumento de amor, la correspondencia entre el propio Jiménez y Zenobia Camprubí durante su noviazgo y su matrimonio.
La que unió durante más de seis décadas a los poetas Gerardo Diego y Juan Larrea es una de las amistades mejor documentadas de esa Edad de Plata, y es además especialmente bonita por implicar a dos hombres y dos creadores muy diferentes. La publicación en febrero de 2017 de una nueva edición de la Poesía completa de Diego (en dos gruesos tomos preparados por Francisco Javier Díez de Revenga para la editorial Pre-Textos) vino a demostrar que al cabo, bien leído, el santanderino fue, esencialmente, un hombre muy sencillo (y lo digo, por supuesto, como elogio), lo que se dice “un ciudadano de a pie”, un tipo ordenado y recto, ejemplar en el modo de calcular, proyectar y ejecutar su carrera literaria. El bilbaíno, por su parte, fue básicamente un hombre complicado y, por tanto, un poeta realmente complejo (como demostrará en este 2018 la edición de su poesía reunida que anda organizando Juan Manuel Díaz de Guereñu para la misma colección de la editorial valenciana), y eso es algo que debió de ser así desde muy pronto, a juzgar por unas palabras –excesivamente modestas– que el primero lanza al segundo en marzo de 1919: “Tú siquiera tienes en ti la suprema rebeldía del espíritu, el valor, la audacia del carácter. Yo soy un pobrecillo cobarde (es la cualidad dominante de mi espíritu) que no se atreve a salir del cascarón… y lo que es peor, que se encuentra muy a gusto en él. Tú quieres y acabarás por poder. Yo quisiera querer, pero no me atrevo”.
Lo que Diego vivió, digamos, ante todo como un magnífico y sublime juego, algo que se tomaba verdaderamente en serio pero en lo que se permitía pruebas, variantes, una enorme productividad, sorprendentes cambios de registro y una capacidad muy comentada para ofrecer versos de todos los géneros y de las temáticas más diversas y aun aparentemente incompatibles (y él mismo reflexionó –y se justificó– mucho al respecto), así como encargos, brindis en verso o poemas de circunstancias…, en Larrea fue un verdadero idioma en el que cabían pocas bromas, algo vivido con una trascendencia real, incluso probablemente excesiva en lo que finalmente tuvo de unción, de búsqueda angustiosa, de autoexigencia extrema, de silencio coherente. Lo que en Diego fue la ocupación central y predilecta de su existencia, en Larrea fue puro tejido, algo estrictamente inseparable de ese mismo existir. Lo que en Diego fue, en fin, “literatura”, en Larrea fue pura vida, y por tanto no es extraño que el primero acabara mereciendo (con toda justicia) el Premio Cervantes y el segundo muriera en medio de las previsibles penurias del exilio (y qué hermosa y reveladora fue, en 2015, la lectura del luminoso y aun iluminado Diario del Nuevo Mundo, donde leíamos a un Larrea renovado en su optimismo al estrenar su forzosa vida en América, casi juanramoniano en su conmoción ante el nuevo continente: “La vida es perfecta. Es perfecta, pase lo que pase. Y su movimiento se reduce a dos grandes alas. Amor, inteligencia”).
De hecho fue ese Premio Cervantes de 1980 el pretexto para la última carta entre ambos, en la que Larrea felicita con cordialidad a su viejo amigo por tal reconocimiento. Con esas páginas culmina y se abrocha un epistolario que comprendió sesenta y cuatro años, pero de un modo exageradamente descompensado, como explican con enorme precisión en su prólogo a este epistolario los editores (que, muy oportunamente, son el ya mencionado Díaz de Guereñu y José Luis Bernal Salgado, dos de los principales y más activos especialistas en ambos autores). Antes de la Guerra Civil la correspondencia fue caudalosísima y frondosa en sus informaciones, en sus inquietudes, en el mostrarse mutuamente tentativas poéticas, esbozos de obras dramáticas, ilusiones y sinsabores. Pero en la Historia de España la fatalidad tiene muy buena puntería, y en estos casos las separaciones invariablemente coinciden con la desdichada fecha de 1936 o, sobre todo, 1939, que fueron las que provocaron una fractura muy visible y dolorosa en aquella amistad, hasta el punto de que entre 1937 y la muerte de Larrea en el mismo 1980 sólo se cruzaron treinta cartas, de un modo no sólo intermitente sino claramente enfriado, no lacónico pero sí cauteloso, y con algún reproche que da cuenta de heridas íntimas apenas cicatrizadas (y entre ellos, con una pena honda que no quiere llegar al rencor, destaca esa alusión tardía de Gerardo Diego al artículo de trinchera de 1938 en el que Larrea llegó a llamarle “Judas” por su posicionamiento político). Se nota, en cualquier caso, que el afecto sobrevivía, y por la visible calidad humana de ambos (más directa y franca la de Diego, más confusa y retorcida la de Larrea) perduraban los restos de una confianza completa que había sido absolutamente determinante para ambos en sus años de juventud y formación.

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